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La política sin doctrina: entre el vacío práctico y el exceso académico


Este texto tiene el objetivo de reflexionar sobre la pobre manera de los políticos tradicionales en hacer política, y al mismo tiempo el hecho de que muchas veces la la misma solo se queda en academicismos. Una de las paradojas más visibles de la política contemporánea es que, aun cuando se habla constantemente de crisis de representación, corrupción o desencanto ciudadano, pocas veces se aborda el problema de fondo; la desaparición de una doctrina viva que dé sentido, coherencia y horizonte a la acción política. Allí donde no hay doctrina, la política se vuelve improvisación; pero allí donde la doctrina existe solo como cuerpo académico cerrado, se vuelve inerte.


No solo se sufre de ello, no hay señales de que quiera ocurrir. Ha dominado la forma tradicional y carismática. Lo rudimentario. La costumbre común de los fatídicos actores que dicen son " " políticos.
No solo se sufre de ello, no hay señales de que quiera ocurrir. Ha dominado la forma tradicional y carismática. Lo rudimentario. La costumbre común de los fatídicos actores que dicen son " " políticos.

Este fenómeno no es local ni excepcional. Ocurre en casi todos los espacios políticos, desde organizaciones barriales hasta partidos nacionales. La política ha quedado atrapada entre dos extremos igualmente problemáticos; la ausencia total de principios compartidos y la hipertrofia doctrinaria, expresada en textos densos, lenguajes técnicos y marcos teóricos desconectados de la experiencia cotidiana.


Cuando no existe doctrina, todo se negocia. Las decisiones se toman por conveniencia inmediata, las alianzas se vuelven frágiles y la ética se relativiza. La política pierde memoria y se vuelve puramente reactiva. En ese escenario, el liderazgo se sostiene en la astucia, el cálculo o la imposición, pero no en una legitimidad duradera. El resultado es una política ruidosa, conflictiva y estéril.


Pero el problema no se resuelve simplemente “recuperando doctrina”. En muchos casos, la doctrina sí existe, pero ha sido capturada por la academia. Se presenta como un sistema cerrado de conceptos, citas y marcos analíticos que solo circulan entre especialistas. Esta doctrina no orienta la acción; la paraliza. No convoca; excluye. No construye comunidad; produce distancia.

Aquí resulta pertinente volver a Max Weber y su tipología de los modos de dominación, la tradicional, la legal-racional y la carismática. La política moderna ha apostado casi exclusivamente por la dominación legal-racional, sustentada en normas, procedimientos y discursos técnicos. Sin embargo, cuando este tipo de dominación se absolutiza y se desconecta del mundo vivido, pierde capacidad de generar adhesión y sentido.

La dominación carismática, por el contrario, se funda en el reconocimiento emocional, en la confianza, en la creencia compartida de que alguien encarna una causa. No es irracional ni arbitraria por definición; es una forma de legitimidad profundamente humana. El problema no es el carisma en sí, sino su ausencia de límites doctrinarios o su degeneración en personalismo.


Lo que ha ocurrido en muchos espacios políticos es que la doctrina académica ha desplazado al carisma, sin lograr sustituirlo. El lenguaje técnico no moviliza, los documentos no emocionan, los marcos teóricos no generan pertenencia. Así, la política se vuelve fría, distante, incapaz de interpelar a quienes viven la desigualdad, la precariedad o el abandono como experiencia diaria.

Paradójicamente, al expulsar el carisma, la política abre la puerta a formas degradadas de liderazgo: figuras que apelan a la emoción sin principios, al resentimiento sin proyecto, a la identidad sin horizonte. El vacío doctrinario no elimina el carisma; lo vuelve peligroso.

Una doctrina verdaderamente política no puede ser solo académica ni puramente emocional. Debe ser comprensible, encarnada y practicable. Debe traducirse en criterios claros para la acción, en límites éticos no negociables y en un horizonte compartido. Debe dialogar con la razón, pero también con la experiencia, el lenguaje común y las expectativas colectivas.

En este sentido, el desafío no es elegir entre doctrina o carisma, sino reconciliarlos. Recuperar una doctrina mínima, clara y viva, capaz de orientar la acción sin sofocarla, y un carisma que movilice sin desbordar los principios. Como advertía Weber, toda dominación necesita legitimidad; cuando esta se pierde, el poder se vacía de sentido.

La crisis política contemporánea no es solo institucional ni moral. Es, sobre todo, una crisis de sentido. Y el sentido no se decreta ni se teoriza en exceso: se construye en la tensión permanente entre ideas, emociones y práctica colectiva.


Hablo de que falta hacer doctrina, porque no la veo, y si la hay no se deja notar. En Huancabamba este pedacito de tierra tiene este problema, pero no veo señales en sus lideres sobre esta preocupación. Quizás sea por desconocimiento, o ´por falta de voluntad.


Por Hilder Alberca Velasco

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